Palabras de Pablo VI para el Ángelus (el mismo día de su muerte)

Publicamos esta alocución tan actual, del domingo 6 de Agosto de 1978, que San Pablo VI había preparado para los peregrinos a la hora del Angelus, y que la ya grave enfermedad le impidió pronunciar. Este Papa fue testigo intrépido y anunciador incansable del misterio de la Transfiguración y justo descansó en la paz del Señor en esta fiesta. El Papa San Juan Pablo II lo definía como «el Papa de la Transfiguración».  

Hermanos e hijos queridísimos:

La Transfiguración del Señor, recordada por la liturgia en la solemnidad de hoy, proyecta una luz deslumbrante sobre nuestra vida diaria y nos lleva a dirigir la mente al destino inmortal que este hecho esconde. En la cima del Tabor, durante unos instantes, Cristo levanta el velo que oculta el resplandor de su divinidad y se manifiesta a los testigos elegidos como es realmente, el Hijo de Dios. «el esplendor de la gloria del Padre y la imagen de su substancia» (cf. Hb 1, 5); pero al mismo tiempo desvela el destino trascendente de nuestra naturaleza humana que El ha tomado para salvarnos, destinada también ésta (por haber sido redimida por su sacrificio de amor irrevocable) a participar en la plenitud de la vida, en la «herencia de los santos en la luz» (Col 1, 12).      

Ese cuerpo que se transfigura ante los ojos atónitos de los Apóstoles es el cuerpo de Cristo nuestro hermano, pero es también nuestro cuerpo destinado a la gloria; la luz que le inunda es y será también nuestra parte de herencia y de esplendor.
Estamos llamados a condividir tan gran gloria, porque somos «partícipes de la divina naturaleza» (2 Pe 1, 4).
Nos espera una suerte incomparable, en el caso de que hayamos hecho honor a nuestra vocación cristiana y hayamos vivido con la lógica consecuencia de palabras y comportamiento, a que nos obligan los compromisos de nuestro bautismo.
Este domingo no podemos olvidar a cuantos sufren por hallarse en circunstancias especiales y no pueden sumarse a quienes gozan, en cambio, de un reposo ciertamente merecido. Queremos aludir a los desocupados, que no alcanzan a subvenir a las necesidades crecientes de sus seres queridos, con un trabajo acorde con su preparación y su capacidad; a los que padecen hambre, una multitud que aumenta cada día en proporciones pavorosas; y en general, a todos aquellos que no aciertan a encontrar un puesto satisfactorio en la vida económica y social.    Por todas estas intenciones se eleve hoy fervorosa nuestra oración mariana, que estimule asimismo a cada uno a propósitos de solidaridad fraterna. María, Madre solícita y afectuosa, dirija a todos su mirada y su protección.

Elevemos nuestra oración a María, a quien Pablo VI, en su citada Encíclica invocaba como «la beatísima, la dulcísima, la humildísima, la inmaculada creatura, a quien cupo el privilegio de ofrecer al Verbo de Dios la carne humana en su primigenia e inocente belleza» (Ecclesiam suam).