San Benito, propagador de la vida monástica, junto a San Mauro. Dibujo de la Abadía de Beuron
En el día de San Benito, publicamos este comentario a la Regla de San Benito, escrita por el monje benedictino Denis Huerre, del Monasterio La Pierre-qui-Vire quien nos muestra el verdadero sentido de seguir la Regla de San Benito al comentar el capítulo III sobre la convocación de los monjes a consejo.
La Regla es para nosotros el medio de vivir según el Evangelio. “Síganla todos como maestra”, pues los desacuerdos tienen lugar por no seguirla. La Regla es la que a todos conjuntamente nos interpreta la voluntad de Dios en un estilo de vida monástica dirigido a un ideal común: una misma finalidad, unas mismas aspiraciones que encontramos reflejadas en un texto determinado. Pero, si sólo hubiera el texto y no la unanimidad, de nada serviría, no se llegaría a un acuerdo, sobre todo en las cuestiones aisladas que surgen a cada momento, a causa de la necesaria adaptación a las actuales condiciones de vida y para las que la Regla no ofrece ninguna solución. Dios nos mostrará cómo también la podemos seguir en nuestros días como maestra si consolidamos nuestra comunidad. Nadie está dispensado de observarla. Deben seguirla desde el abad hasta el último postulante. La fidelidad a ella es la base del monasterio. Si hay alguien que no tiene paz, que se examine a ver si no es fiel en algún punto determinado de la Regla, tal vez en el más insignificante. Para nosotros no hay nada insignificante: o se ama o no se ama, o se es fiel a Dios o se le es infiel.
Recordemos la paradoja del cristiano: le es preciso morir para vivir. El monje está muerto para el mundo y la profesión monástica le obliga a la lógica de la cruz que es la lógica del amor exclusivo a Jesucristo: perder nuestra voluntad dentro de la suya. La Regla nos preserva del engaño de figurarnos que nuestras opiniones y deseos son pensamientos y planes de Dios. Nos enseña a reconocer lo que el Espíritu espera de cada uno de nosotros. Agudiza nuestra conciencia y nos hace exigentes con nosotros mismos.
San Benito es categórico al decir que nadie en el monasterio siga la voluntad del propio corazón. El sacrificio que pide de nosotros no conoce límites, pero su fruto es la posesión de Dios. Si queremos entender bien nuestra Regla, fijémonos en María y en cómo Jesús la prepara para la obra de la Redención. En Caná parece que rechaza su petición: “Mi hora no ha llegado todavía”, dicho de otro modo: cuando llegue mi hora, la hora en que tú, mi Madre, estés bajo el patíbulo, entonces todo será común entre nosotros. Ella está pronta a esperar la hora de su Hijo: “Haced lo que él os diga”. Y Jesús obra el milagro como signo de una realidad más profunda: derramar el nuevo vino de su sangre redentora sobre todos los hombres. Así es el monje que nada niega a Dios, que como María nunca pierde de vista la hora del Padre, pero sabe que sólo será todo común entre él y Jesús cuando llegue la hora de ser con él crucificado. Entonces la fuente de gracia de la alegría y del amor manará abundantemente en toda la Iglesia.
Generalmente son las ocasiones de menor importancia las que incitan a los más animados debates. Sobre lo esencial de la vida monástica, sobre los valores fundamentales, todos estamos de acuerdo. Pero, lo más esencial, lo que responde a nuestra más profunda entrega Dios, se concretiza a veces en cosas muy pequeñas, en observancias aisladas, en decisiones de poca monta. Ahí es donde resalta la variedad de opiniones que pueden llevar hasta la confrontación. Es el momento de seguir la norma de san Benito: que nadie en el monasterio siga la voluntad del propio corazón. Para ello, cuando demos un consejo, seamos críticos y sinceros con nosotros mismos para ver hacia qué dirección nos inclinamos. Tengamos en cuenta otras opiniones y establezcamos en primer lugar la concordia, el amor y la paz.
“Hazlo todo con consejo y una vez hecho no te arrepentirás”. Aunque la última decisión depende del abad, todos deben ser conscientes de su mutua responsabilidad. El consejo de los monjes hace posible al abad conocer mejor la voluntad de Dios en el momento presente. No se trata únicamente de este o de aquel plan, sino del bien espiritual, aunque sea a costa de la renuncia personal más sensible. Si no está en primer término la búsqueda de la voluntad de Dios, la comunidad monástica es un absurdo. Debemos dejar plena libertad al Espíritu Santo, pues de él depende que la comunidad tenga vida. Evitemos además toda prisa y precipitación, que sería excesiva confianza en nosotros mismos, pues pediríamos consejo a la propia razón más que al Espíritu Santo. Pero tampoco debemos titubear: es preciso llegar a una decisión. A la luz del don de consejo podemos conocer lo que aquí y ahora es lo mejor. No son ni los muy dotados ni los muy letrados los que mejor pueden aconsejar a sus hermanos, sino los que se dejan llevar por el Espíritu, los puros de corazón.
Aprendamos a pedir consejo con tacto y discreción, considerándolo luego atentamente. Aprendamos también a dar nosotros un consejo si se nos pide. Hablemos desinteresadamente, no presupongamos lo que se puede pensar de nosotros, mostrémonos sinceros bajo la mirada de Dios, preguntándole cuál es su voluntad, con el deseo de que se cumpla la suya y no la nuestra.
Extracto del Comentario espiritual sobre la Regla de San Benito. Denis Huerre. Capítulo III, De convocar los monjes a consejo. Ediciones Monte Casino. Zamora.