Parábola del Buen Samaritano, Claudio Pastro
Lecturas: Dt 30, 9-14; Col 1, 15-20; Lc 10, 25-37
Hoy escuchamos la Parábola del buen Samaritano. Esta parábola salió del corazón de Jesús como también la del hijo pródigo. Jesús nos enseña con sus palabras y con su ejemplo.
En primer lugar, Él mismo es el Buen Samaritano por excelencia. Después de la caída de nuestros primeros padres, toda la humanidad quedó tirada y apaleada al borde del camino. Los tres grandes enemigos del hombre – la mundanidad, el demonio y nuestras pasiones desordenadas – son los que nos dejan medio muertos espiritualmente. Cristo, el Buen Samaritano, bajó del cielo y se acercó a nosotros; por su Misericordia, nos dio el bautismo y los demás sacramentos como bálsamo; con sus manos, nos toca para sanar nuestras heridas; nos carga sobre sus propios hombros hasta el calvario. La Iglesia es la posada donde Él nos deja para seguir nuestra recuperación; Él paga los gastos de nuestra sanación; su gracia es gratuita. En verdad, Él quiere vernos sanos y felices. En esta vida estamos todavía en camino. En el cielo, confiamos alcanzar el estado de plena felicidad y éste ¡por toda la eternidad! Aún en esta vida, tenemos un anticipo de esta realidad.
Hemos recibido la compasión de Dios; no podemos quedar indiferentes a las heridas de otros; tenemos que ser buenos Samaritanos con ellos: Jesús es muy claro, dice: «Ve y haz tú lo mismo.» Nuestro desafío es estar alertas para no «pasar de largo», o «hacer rodeos» justificando lo injustificable. Más bien, dejemos de lado nuestros planes e intereses para responder a las necesidades de otros.
La Iglesia tiene que ser como el Buen Samaritano. «Iglesia» significa toda la comunidad de los creyentes en Jesús. Quiero referir no solamente a los pobres y descartados de la sociedad, los que sufren injusticias y la gente de la calle. Por supuesto necesitan ayuda social. Pero también hay muchas personas que se sienten muy solas, los que tienen dudas y confusión de consciencia, los que han pecado y se sienten indignos o condenados. Hay tantas personas que necesitan que alguien les escuchen, comprendan y puedan ofrecerles la luz de Dios sobre su realidad. Hay muchas personas con dudas serias pero no saben a quién acudir para tener una respuesta de fe verdadera. Hay moribundos que no tienen a nadie que les acompañe. La lista es interminable.
Pidamos la gracia de estar atentos a las necesidades de otros, también hijos e hijas de Dios. Respondamos a sus necesidades en la medida y la manera que nos es posible.
P. Jorge Peterson, OCSO
Monje Trapense del Monasterio Santa María de Miraflores
Rancagua