Lecturas: Hch 1, 1-11; Ef 1, 17-23; Lc 24, 46-53
«Donde está tu tesoro, allí estará tu corazón.» Jesús ha ascendido al cielo. Los apóstoles siguieron mirando al cielo aún después que las nubes lo habían escondido. El ángel del Señor tuvo que aterrizarlos. Aunque seguimos mirando al cielo como el fin de nuestra peregrinación por este mundo, no es para desentendernos de las tareas que nos toca ahora. Todo lo contrario.
El tiempo entre la Ascensión del Señor y su retorno al fin de este mundo, es el tiempo de la Iglesia; es el tiempo de gracia. Es el tiempo en que los discípulos de Jesús están encargados a anunciar el Evangelio, esta increíble Buena Noticia de Salvación, a todo el mundo. Contagiados por la presencia y ejemplo de Jesús, enamorados de Él, ellos serán una luz y un desafío para sus hermanos. Serán como una levadura que contagia los a su alrededor. Saliendo de sí mismos, manifiestan el tesoro del Reino de Dios. Jesús anunció este Reino con insistencia. Era y es el gran deseo de su corazón. ¡Que Dios reine en todos los aspectos de la vida humana! O sea, que todas las personas humanas abran sus corazones para creer en la Buena Noticia de la Salvación. Que la fe vaya transformando su vida entera. Que sean todos discípulos; que la alegría del Evangelio atrae a sus hermanos. Que cada uno viva y proclame que Jesús es Señor.
Antes de partir, el Señor encargó a los apóstoles a esperar «lo prometido del Padre», el Espíritu Santo. Sin la fuerza del Espíritu Santo, todos los planes y esfuerzas humanos no tendrán buenos frutos. En esta semana, estamos orando insistentemente por una nueva efusión del Espíritu Santo sobre toda la Iglesia, sobre todos los cristianos. Sin la ayuda del Espíritu no se construye el Reino de Dios. En los Hechos de los Apóstoles se destaca la acción del Espíritu Santo, guiando y asistiendo a los apóstoles en la Evangelización. También este Espíritu es fuente de alegría en la comunidad cristiana. Antes de emprender una buena obra es preciso pedir la ayuda de Dios. Todo apostolado es más obra de Dios que obra humana.
Nuestro mundo actual tiene una necesidad urgente de la presencia y actividad de los discípulos de Jesús. O mejor dicho, necesita la presencia y acción de Jesús a través de sus discípulos. El Papa en su Exhortación, La Alegría del Evangelio, analiza lo característica de la sociedad actual: «En la cultura predominante, el primer lugar está ocupado por lo exterior, lo inmediato, lo visible, lo rápido, lo superficial, lo provisorio. Lo real cede el lugar a la apariencia.» Esto significa construir la vida sin fundamentos sólidos. Con el tiempo, las personas quedan vacías; sus vidas sin sentido. Todo se derrumbe. Viene la desesperanza.
La Ascensión nos abre, precisamente, a una esperanza viva. En la segunda lectura, encontramos una preciosa y profunda oración de S. Pablo. Cada uno puede repetirla mil veces para que se realice ahora en los corazones de todos los fieles. Cito una frase: «Que él ilumine sus corazones para que Uds. puedan valorar la esperanza a la que han sido llamados, la esplendida riqueza de la herencia que promete a los consagrados.» «Consagrados» = Bautizados. El Señor Jesús está sentado a la derecha del Padre; desde allí, actúa como cabeza de la Iglesia. Está con nosotros «todos los días hasta el fin del mundo». No estamos solos en la tarea de construir el Reino de Dios en nuestro mundo hoy. Jesús está siempre vivo, intercediendo por nosotros. Continuamente nos envía, con el Padre, el Espíritu Santo consolador. Éste Espíritu divino toca las personas en su interior para que busquen el camino de salvación. Es preciso estar atentos y obedientes a las inspiraciones del Espíritu Santo.
Según S. Lucas, antes de partir Jesús, «Mientras los bendecía, se separó de ellos y fue elevado al cielo.» Era su último gesto. Jesús entró en el insondable misterio de Dios. Sus discípulos (y nosotros) quedaron envueltos en su bendición.
P. Jorge Peterson, OCSO
Monje del Monasterio de Santa María de Miraflores, Rancagua