“En la Iglesia, la celebración más antigua después de la del Misterio Pascual es la memoria del Nacimiento del Señor y sus primeras manifestaciones, que se realiza en el tiempo de Navidad” (NUALC 32).
Este concepto tan importante –memoria- nos lleva una vez más a ponderar la hondura de nuestras celebraciones, pues todas ellas son “memoriales”, es decir, un concentrado de la historia de la salvación hecho presente gracias a la acción del Espíritu Santo. El memorial, que hunde sus raíces en el zkn judío, permite celebrar con la conciencia de la contemporaneidad entre el Misterio y nosotros (cf. El memorial pascual en Ex 12,14; 13, 3.8)»[1]. En Navidad esto se expresa nítidamente, por ejemplo, con la oración post comunión de la misa del mismo día de Navidad: “Dios misericordioso, hoy nos ha nacido el Salvador del mundo; te pedimos que…”.
Ese “hoy” no es una metáfora, es un hoy perfectamente real. La liturgia cristiana no sólo recuerda los acontecimientos que nos salvaron, sino que los actualiza, los hace presentes. El misterio pascual de Cristo se celebra, no se repite; son las celebraciones las que se repiten; en cada una de ellas tiene lugar la efusión del Espíritu Santo que actualiza el único Misterio (CEC 1104).
Los autores espirituales de Oriente han elogiado este “hoy” de la liturgia vislumbrando su connotación actualizante. Santiago de Sarug, un obispo (monofisita) sirio del s. V tiene una homilía preciosa a este respecto y que nos viene bien escuchar en este tiempo de Navidad:
Hoy se han abierto los labios de Eva para decir en voz alta y a cara descubierta que su pecado ha sido perdonado gracias a María, que ha pagado el débito de sus padres con el tesoro precioso que ha dado a luz.
Hoy enmudece la serpiente porque habla Gabriel.
Hoy la mano del Querubín abandona la espada de fuego porque el árbol de la vida ya no precisa ser custodiado: su fruto se encuentra sobre el pesebre de Belén para alimentar a los hombres que, de suyo, se habían hecho como animales.
Hoy la gruta se transforma en estancia nupcial porque el Esposo celestial ha querido unirse a la estirpe de los seres terrestres y sostenerles en su ascenso desde las profundidades hasta las alturas.
Hoy ha sido claramente explicada la escala de Jacob: he aquí que el Señor, que se encontraba en la cima de la escala, desciende para hacer subir a los hombres al cielo[2].
Hoy el mundo contemporáneo tiene dificultad en ver a Dios. Algunos hablan del eclipse de Dios en el mundo. Pero sin duda se le busca, y se le percibe a veces como una ausencia, como lo dice bellamente un premio Nobel, Pär Fabien Lagerkvist:
Un desconocido es mi amigo. Uno que no conozco. Por él, mi corazón está lleno de nostalgia, porque él no está cerca de mí, quizá porque no existe. ¿Quién eres tú que llenas mi corazón
con tu ausencia, que llenas la tierra con tu ausencia?
Y todo cristiano en su camino de fe, busca luces, busca signos de la presencia de Dios. A veces son más claros, otras veces menos.
¿Qué manifiesta la celebración de Navidad? La antífona de maitines del 24 de diciembre dice: «Hoy sabréis que vendrá el Señor y mañana contemplaréis su gloria» (Ex 16,6-7). Es una cita del libro del Éxodo.
Siempre el Antiguo Testamento nos habla de un Dios que se manifiesta, pero resguarda la trascendencia de Dios, a quien nadie puede ver realmente. Es importante a ese respecto la experiencia de Moisés en el monte Horeb. Dijo Moisés: «Déjame ver, por favor, tu gloria.» Él le contestó: «Yo haré pasar ante tu vista toda mi bondad y pronunciaré delante de ti el nombre del Señor; pues hago gracia a quien hago gracia y tengo misericordia con quien tengo misericordia.» Y añadió: «Pero mi rostro no podrás verlo; porque no puede verme el hombre y seguir viviendo.» Luego dijo el Señor: «Mira, hay un lugar junto a mí; tú te colocarás sobre la peña. Y al pasar mi gloria, te pondré en una hendidura de la peña y te cubriré con mi mano hasta que yo haya pasado. Luego apartaré mi mano, para que veas mis espaldas; pero mi rostro no se puede ver.» (Ex 32,20-23).
Lo hace de un modo singular por nuestra limitación, pero se muestra. A ese respecto, conviene recordar cómo el arte cristiano nos ha mostrado esta verdad de fe. Nos habremos fijado que en el arte cristiano muchas veces se ha representado al Dios invisible de un modo simbólico: con una mano extendida. Mano y manifestar son dos palabras hermanas.
1. Nos muestra su deseo de salvarnos
A partir de este texto, podemos descubrir que la Navidad tiene un sentido primario: poner de manifiesto su deseo de salvarnos, y más aún, de salvarnos realmente.
El nacimiento del Señor en la carne tiene por objeto nuestra salvación. La oración colecta comienza diciendo:
“Dios nuestro, que cada año nos alegras con la esperanza de la salvación, concédenos que, recibiendo con gozo a tu Hijo unigénito como Redentor, podamos contemplarlo confiadamente cuando venga como Juez”.
En la oración super oblata se dice:
“Concédenos, Señor Dios nuestro, anticipar con un culto fervoroso esta solemnidad, ya que en ella manifiestas el comienzo de nuestra redención”.
Y la oración post comunión dice:
“Señor, fortalécenos con la celebración anticipada del nacimiento de tu Hijo único, que se ha hecho comida y bebida en este sacramento de salvación”.
Es muy importante recordar el deseo salvífico de Dios. Y preguntarnos de qué nos quiere salvar el Señor.
2. Mostrar su gloria
Lo primero que viene a nuestra mente cuando hablamos de “gloria”, quizá sea lo que dice el diccionario sobre ella: majestad, esplendor, magnificencia. De ahí solemos relacionar la gloria con la belleza, con la gracia, con la luz. Este último elemento es, valga la redundancia, muy esclarecedor. Ya en el primer domingo de Adviento, la antífona del cántico evangélico dice: “Mirad, el Señor viene de lejos y su resplandor ilumina toda la tierra”. O sea, la liturgia ya nos está enseñando desde el principio del Adviento que la presencia del Señor será luminosa. La oración colecta de la noche santa dice:
“Dios nuestro, que has iluminado esta santísima noche con la claridad de Cristo, luz verdadera, concédenos que, después de haber conocido en la tierra los misterios de esa luz, podamos también gozar de ella en el cielo”.
Además, esa luz aparece en medio de un gran contraste, en la máxima oscuridad, pues la antífona de entrada de la Misa del 30 de diciembre dice:
“Un silencio sereno lo envolvía todo, y, al mediar la noche su carrera, tu Palabra todopoderosa, Señor, vino desde el trono real de los cielos” (Sb 18,14-15).
Dios irrumpe en el tiempo, se mete en la historia “al mediar la noche su carrera” (de aquí viene la tradición de la celebración de noche buena), y entra en la noche oscura, pero Dios entra como una luz. Ante esa luz, los ángeles cantan “Gloria a Dios en el cielo”.
Fijémonos también que esta es la fiesta –la Pascua también lo es, pero de un modo diferente- en la que el pueblo de Dios celebra precisamente adornando todo con luces: sus casas, sus árboles navideños, sus pesebres.
Este elemento de la celebración nos lleva a considerar una fiesta judía muy importante, que posiblemente ha influido en algún momento sobre nuestra fiesta de Navidad, y que nos ayuda a comprenderla mejor. Los judíos tenían una fiesta de la luz, a la que llamaban la Janucá, que significa justamente eso: fiesta de las luces o lucernarios. La fiesta consistía en encender luminarias enormemente grandes en el templo de Jerusalén. En el tiempo del Señor, el templo estaba completamente revestido de mármol blanco, con ribetes de oro que, con esas luces profusamente ubicadas en la explanada, sobre los dinteles de las puertas, o en otras partes, deberían haber hecho relucir un resplandor bellísimo e impresionante. Hay dos detalles importantes. El primero, es que la fiesta se celebraba en el solsticio de invierno, es decir, en torno al 25 de diciembre. El segundo: se celebraba en el templo, porque el templo era el lugar donde residía la gloria de Dios, la shekiná. Solo falta decir que Cristo, al ver el templo imponente en la ciudad santa, declaró que Su cuerpo era el nuevo y definitivo templo. En su carne residía la gloria de Dios. “Destruyan este templo y lo resucitaré en tres días –dijo Jesús a los judíos, a lo que los judíos contestaron: “Cuarenta y seis años se han tardado en construir este Santuario, ¿y tú lo vas a levantar en tres días?” Pero –comenta el evangelista- “él hablaba del Santuario de su cuerpo (Jn 2,19-21).
La luz nos lleva a la carne de Cristo. Su presencia en la carne no es aparente, no es pura luz, es la manifestación de la gloria de Dios encarnada. La Navidad es por eso, para los cristianos, por ser la memoria de la encarnación, la fiesta del nuevo templo del cual formamos parte todos nosotros, y donde habita la gloria de Dios.
La oración colecta del día de Navidad, seguramente compuesta por León Magno (461)[3] dice:
Dios nuestro, que admirablemente creaste la naturaleza humana y, de modo aún más admirable la restauraste; concédenos participar de la vida divina de tu Hijo, como él compartió nuestra condición humana.
Aquí está dicha toda la gran teología de la Navidad. Es el “mirabile commercium”, el admirable comercio, intercambio. El Prefacio de Navidad III:
«Por él, hoy resplandece ante el mundo el maravilloso intercambio de nuestra salvación; pues al revestirse tu Hijo de nuestra frágil condición no solamente dignificó nuestra naturaleza para siempre, sino que por esta unión admirable nos hizo partícipes de su eternidad”.
O sea, es un intercambio que nos salva; una unión que nos hace eternos.
Ahora bien, algo importante: esta oración colecta del día de Navidad es la misma que se emplea la noche de Pascua (Primera oración colecta después de la Primera lectura). Por eso llamamos pascuas a este tiempo. Es la misma idea. En la Europa medieval lo expresaban diciendo: «El que nace, nace para morir». Por eso en los adornos populares junto al verde perenne del pino verde, que significa la perennidad de la Pascua, están las cintas rojas, memoria de la sangre redentora de Cristo.
Y eso nos lleva a comprender de un modo especial esta manifestación de la gloria. Ella es la gloria de la Pascua, no la gloria de la magnificencia. Es la gloria de la cruz.
Odo Casel comenta que aquí está la palabra decisiva[4], el Crucificado es el Señor de la gloria; ese Señor de la gloria que cantamos en el Te Deum: “Oh, Cristo, tú eres el rey de la gloria”. Aquí hemos adquirido un concepto totalmente nuevo de gloria, que no tiene nada que ver con la grandeza terrena, egoísta, soberbia, que es vana e inútil. La cruz ha destruido ese poder mundano para nosotros podamos alcanzar la gloria de Dios.
La fe es capaz de ver la gloria de Dios en esa humildad radical de Cristo en la cruz. La incredulidad solo ve la gloria de la carne, la soberbia. Es la humildad de la fe la que ve la gloria de Dios en la carne de Cristo crucificado.
Hay explicaciones históricas por el uso del árbol en navidad, pero una mirada –diríamos espiritual- nos hace verlo en relación con el árbol de la cruz. Un árbol cargado de pecado, que son los frutos que engañaron a nuestros primeros padres, pero que ahora vemos embellecidos, con luces y cristales. Es la “felix culpa” de la Navidad.
Pero hay que ir de lo visible a lo invisible, y lo que vemos en el crucificado es el amor. Esa es la esencia del cristianismo, un Dios de amor. Dios asume la humildad de la carne herida por el pecado y la muerte para llevarla a la gloria eterna.
Padre Javier Barros
Extractos de la conferencia dada en el Monasterio
16 de Diciembre 2017
Navidad Tiempo de Manifestaciones (texto completo pdf)
[1] B. Neunheuser, Memorial, 1260.
[2] Santiago de Sarug, Homilía sobre la Navidad 11,14.18.22. Cit. por F. Arocena, Teología Litúrgica (Palabra 2017).
[3] Las oraciones del Misal Romano para esa fiesta de Navidad se atribuyen con justa razón al papa León Magno (+461), que tuvo una importancia decisiva en el Concilio de Calcedonia, donde se zanja en forma definitiva la fórmula cristológica: Cristo es reconocido en dos naturalezas, sin confusión ni cambio, sin división y sin separación. Estas dos naturalezas se unen en Cristo, en una persona, y en una hipóstasis.
[4] Odo Casel, Presenza del mistero di Cristo. Scelta di testi per l’anno litúrgico (Brescia 1995).